domingo, 27 de noviembre de 2011

VIEJA CASA DE BAHAREQUE



VIEJA CASA DE BAHAREQUE


Aquí estoy Cleopatra,
en la vieja casa de bahareque.
Si la vieras, está casi cubierta
de pegajosas telarañas,
de un cúmulo de palabras
que reclaman tu presencia.
En esta vieja casa de bahareque
siguen esperándote además,
la hamaca, color de viejo saxofón
que cuelga en el umbroso tamarindo,
cuyas hojas secas caen silenciosas en el patio
cuando la luna sale detrás de la montaña
a aparearse con el amanecer.
En esta vieja casa de bahareque, Cleopatra,
parecieran también preguntar por ti,
las flores de las trinitarias,
el jagüey donde solíamos bañarnos desnudos
a las doce del día,
y una que otra golondrina
que a veces asoma su plumaje por acá,
para que tú la espantes como otrora
con un grito en medio del émbolo sonoro
de sus guturales monotonías.
Aquí estoy Cleopatra,
en esta vieja casa de bahareque,
tu casa, mi casa, nuestra casa,
la misma que hoy
le he abierto sus puertas y ventanas de par en par,
para ver si llegas de nuevo.
Te confieso, Cleopatra,
que cada vez que
los primeros aguaceros de octubre
se internan en su techo de paja,
recuerdo aquella gotera
en nuestra alcoba con su entrañable olor
a humedad, que en ósmosis mutua de ruido y frialdad,
algunas veces no nos dejaba dormir
y como es lógico, amarnos.
Aquí en la que era nuestra cama,
parecieran estar todavía las huellas
de nuestros cuerpos en plena fuga
de los otoños de las ocho en punto de la noche.
Cleopatra, en esta vieja casa de bahareque,
Tú, te atraviesas muchas noches
en la atmosfera de mis sueños:
Te veo completamente desnuda,
disfrazada de una belleza hirviente,
mientras yo bajo por tu cuerpo de escalón en escalón
hasta llegar a la enredadera de tus piernas.
Hoy, Cleopatra te digo que, esta vieja casa de bahareque,
sólo tiene de huéspedes
a tres personas: mi abuelo tomándose su mañanera taza de café
y quien de paso me muestra sonriente
su dócil piel de hombre ya rendido,
quien ya no puede ni sembrar en el huerto
una higuera como la de Juana de Ibarbourou,
mi madre cuyas palabras conducidas
por el mal de Alzheimer corren de un lugar a otro
sin poder hallarme con su ráfaga de luces
que se revuelven en sus ojos,
y yo, Cleopatra.
Somos tres, los tres caídos en el asombro
que se queda para siempre en la estancia,
mientras el ave de tu corazón, Cleopatra,
a lo mejor vuela por todas partes
con la evocación de la nada.
TITO MEJÍA SARMIENTO

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