jueves, 21 de julio de 2011

Todos nos morimos



Todos nos morimos


Por Ramón Molinares Sarmiento /
ramimolinari@yahoo.com

García Márquez detuvo a medio camino la lectura de la carta que Julio Olaciregui le trajo de París a su casa de Cartagena, puso los ojos en el mensajero y en los que lo acompañábamos, Numas Armando Gil y quien escribe estas líneas, y dijo con un dejo de compasión: “Todos nos morimos”. El tono lastimero de esta frase, como de bajo de Alejo Durán llorando a Alicia Adorada, como de tecla de acordeón destinada a la tristeza, me llevó a pensar que el famoso letrado acababa de leer en la carta los nombres de sus amigos más amados: Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda y Alejandro Obregón, ya fallecidos.En la misiva, escrita a mano en un café de París y leída a Julio antes de ser puesta en el sobre, la remitente declaraba que se había enterado de la calurosa amistad que compartió su padre con el destinatario mientras leía en francés la autobiografía “Vivir Para Contarla”.“Quisiera ver los ojos que conocieron a mi padre”, le decía a García Márquez la hija del pintor Orlando Rivera, el afamado Figuritas, que murió en un accidente cuando el Nobel y sus amigos eran jóvenes y ella no había alcanzado aún el uso de razón.Al término de la lectura de la carta, de cuyo texto no hizo comentarios, el laureado escritor nos preguntó con un tanto de melancolía: ¿Tienen ustedes conciencia de la muerte?La cuestión, indudablemente estimulada por lo recién leído, no demandaba esfuerzo alguno para ser resuelta, pero, impresionados como estábamos por la cercana presencia del admirable maestro, sentados alrededor de una mesa redonda de cinco puestos, no supimos qué responder.“Es que uno se aturde cuando habla por primera vez con García Márquez”, me comentó días después, para mi consuelo, Ariel Castillo, un intelectual fogueado en los más elevados círculos académicos, que mientras se especializaba en literatura en el Colegio de México acabó asistiendo con naturalidad a las tertulias que en aquel país organizan el poeta Alvaro Mutis y el autor de “El amor en los tiempos del cólera”.Ya sin esperar respuesta, para distensionarnos, para que superáramos la perplejidad en que nos dejó su inesperada pregunta, García Márquez reveló entusiasmado: “El sábado de carnaval estaré en Barranquilla, ya nos hicieron los capuchones, el mío y el de Mercedes, de tela fresca, de algodón, porque a pleno sol la seda se calienta mucho. Esto nos dijo en la tarde del último jueves de Enero de 2008”. En la noche de ese mismo día, el poeta Joaquín Mattos Omar se sintió como fulminado por un ataque de envidia cuando le conté que había estado en casa de García Márquez. No podía creerlo, como era previsible, de modo que, no sin vanidad, me apresuré a mostrarle el ejemplar de “Crónica de una muerte anunciada” que recibí como regalo, firmado por el autor “para el amigo Ramón”.“Yo no me puedo morir sin apretar la mano de García Márquez”, dijo un poco preocupado el poeta Mattos, y agregó con decisión: el sábado de carnaval me le pego desde temprano a Jaime Abello porque lo más seguro es que Gabito desfile en la Batalla de Flores con la comparsa “Disfrázate como quieras”. Pero, para infortunio del poeta, autor de estos versos de antología: “Tengo tantas penas en mi alma/ que no sé por cuál de ellas empezar a sufrir”, un imprevisto obligó a su ídolo, a nuestro ídolo, a regresar a México antes del inicio del esperado carnaval.La envidia manifiesta en los ojos de Mattos, que por esos días noté en otros poetas y escritores, incluso entre gentes del común, me llevó a calcular el peso de la gigantesca y admirable imagen de García Márquez en sus coterráneos, y me hizo comprender, con alivio, las majaderías que, llevado por una alegría desbordante, cometí durante la visita y a la salida de la casa del Nobel: Compré tres cocadas en El Portal de los Libros, pagué con un billete de veinte, y como noté que la vendedora buscaba pesos y monedas en los bolsillos de su falda le dije: “Quédese con el vuelto”. Más adelante compré tres botellas de agua, pagué con otro billete de veinte, recién sacado (como el anterior) de un cajero automático, y sin esperar que el vendedor ambulante rebuscara en sus bolsillos le dije: “Quédese con el vuelto”. Recuerdo que el aguador me miró primero con asombro, después observó con incredulidad que Julio y Numas aprobaban mi desprendimiento y finalmente sonrió como pensando: este tipo no está loco, debe ser que se ganó la lotería.Confieso sin vergüenza, porque ni a Julio ni a Numas les pereció vergonzoso haberle dicho al notable escritor: “Siempre que he terminado de releer Cien Años de Soledad me he dicho: cuando vea a García Márquez le voy a besar las manos, pero ahora me lo impide constatar que usted es de carne y hueso, como todo el mundo, y no el ángel que escribe en estado de gracia, inspirado por el Espíritu Santo, que he imaginado”. “No me lo digas porque me lo creo”, respondió el novelista con sonrisa de mamagallista y extendiendo como un papa la mano izquierda, sin anillo, que retiró enseguida.Entre los seres vivos, el único mortal, el único que sabe que va a morir, que tiene conciencia, conocimiento de la muerte, es el hombre; los peces, los reptiles y los pájaros no saben que van a morir, lo que de algún modo los hace inmortales. La certidumbre de la muerte, la toma de conciencia de ella, ignorada casi por completo en la juventud, se acentúa con el paso de los años, cuando, pasados los cincuenta, ya entrados en la edad del infarto, sentimos que se nos está haciendo de noche, nos recostamos a la pared para ponernos el pantalón y nos vemos obligados a calcular bien los pasos al descender los andenes.Mientras leía la carta, además de melancolía, me pareció percibir en el Nobel la impresión de que le resultaba injusta la muerte de sus amigos, que sólo cosas buenas habían hecho con la vida. En realidad, no solo la muerte de sus amigos parecía resultarle injusta sino la de todos los hombres, la de los descendientes Adán, un pobre ser humano que fue sacado a la fuerza del Paraíso y condenado a envejecer y morir, según la fe cristiana, por un pecado cuya ejecución no pudo durar más de cinco minutos y, además, cometido con unos órganos moldeados por la misma divinidad que con un soplo le infundió el espíritu. Hay una desproporción intolerable, que debería ser apelada, entre el pecado cometido y la crueldad y duración del castigo, una pena que todavía no acaba de pagar el primer muerto. Quizá debido a lo ocurrido en el Paraíso, al contrario de los caballos y los carneros, que copulan en la inocencia, los humanos no puedan evitar sentirse culpables mientras se acopla.No estoy por completo seguro de que haya sido de injusticia el sentimiento que afloró en la mirada de García Márquez al leer en la carta los nombres de sus amigos fallecidos, pero a mí sí me parece injusto que él tenga que morir como cualquier infeliz, como cualquier haragán, a pesar de haberle agregado al mundo formas y contenidos nuevos. La belleza de “Cien Años de Soledad”, cuya consistencia es como la de un roble o una montaña, no es inferior a la de las obras de arte nacidas de la naturaleza; no es inferior a la belleza de un cisne, a la de una manzana o a la de cualquier otra forma de la Creación. Es injusto que tenga que morir un hombre que, como un dios, le dio al verbo, a la palabra, el poder de hacer subir al cielo a Remedios La Bella, envuelta en unas sábanas blancas.García Márquez escribió para perdurar, para permanecer entre los vivos, para hacerle trampas al castigo, al inocuo pecado que nos hizo merecer la muerte. Un espíritu como el suyo debería ser premiado por una divinidad sensata con un cuerpo incorruptible. Pero, qué le vamos a hacer, “todos nos morimos”. Tan vertiginoso es el número de difuntos que encontramos si miramos hacia atrás, hacia la remota mañana en que sepultaron al primer hombre, como el casi infinito número de muertos que aguarda a la humanidad en lo porvenir. La vida es un laberinto cuya única salida es la muerte; es una fiesta de carnaval que siempre culmina con el entierro de Joselito.Nos hemos acostumbrado a ver la palidez de la muerte instalada en el rostro de los otros. Muertos vemos enterrar todos los días, pero el morir, la muerte de cada uno en particular debe ser una experiencia aterradora, una última sensación, la más temible de toda existencia, que nadie puede transmitir a otro. Somos muchos, se oye decir, parece que ya no cabemos en el mundo, pero nadie se quiere ir: la pena del que se va de este mundo, dejando en él riquezas, fama y amores, no es más grande ni más dolorosa que la del pobre hombre que, sin nada entre las manos, sólo cuenta con el aire que respira, con los amaneceres de lluvia y con los crepúsculos de la tarde. La simple contemplación de una flor amarilla, deducimos de un cuento de Cortázar, es suficiente para aferrarnos a la vida.Me estremezco al imaginar en la primera línea de todos los diarios del mundo la siguiente noticia: Murió García Márquez, el escritor que consiguió que los latinoamericanos se vieran de cuerpo entero en las páginas de un libro, en “Cien Años de Soledad”, del mismo modo que los judíos se ven en la “Biblia”, los árabes en el “Corán” y los griegos en “La Ilíada”.La muerte, esa invitada indeseable que todo lo corrompe, que todo lo vuelve nada, según Olaciregui, nos hará pensar de nuevo, como cada vez que se lleva a un grande, a uno del tamaño de García Márquez, en la inevitable derrota de toda empresa humana. Si su amada Mercedes, su compañera de toda la vida, lo sobrevive, encontrará como sin sentido, extrañas, inservibles, las pantuflas de su esposo debajo de la cama; observará, como expresión de lo absurdo de toda existencia, las camisas floreadas colgadas del ropero y el sillón de alto espaldar en que su hombre se sentaba a escribir todas las mañanas para hacerla feliz y para que sus amigos lo quisieran más. Entonces no habrá para él más mañanas ni más tardes de amorosa relación con las palabras, a las que les quitaba la baba del uso diario para que lucieran mejor en la página. Es probable que, más que sus lectores en todo el mundo, sean las palabras, que nos sobreviven, las que lamenten su partida, acostumbradas como han estado a sus caricias, a su delicado y amoroso trato.“Todos nos morimos”, pero las palabras que no se lleva el viento, las fijadas con brillo en los textos para que en ellas se miren los hombres, desafían el infatigable paso del tiempo; Gabito permanecerá en la belleza de las que ha escrito, flores luminosas, amarillas, propias de la tierra fértil de Macondo, que las generaciones por venir no dejarán marchitar.