domingo, 12 de enero de 2020




Señas del perseguidor


Tito Mejía Sarmiento

Confieso que nací en un pueblo ribereño (Santo Tomás), donde hubiera querido nacer cada vez que naciera. Donde fui concebido además, por una hermosa pareja que se pasaba muchas veces la vida hablando del amor y sus metáforas bajo la tela de la noche y sus luciérnagas diminutas. Una pareja de ojos toledanos que transitaba asida de las manos por los mismos caminos aunque le pareciera cerca lo que estaba tan lejos.

Confieso que mi piel se eriza hoy en llamarada, ajena a la raíz que la redime, al acercarme a la ventana de la memoria: los primeros aguaceros de octubre internados en el arenoso patio de la vieja casa de paja, entorno esencial de nuestros sueños, que espantaban a las palomas de plumaje gris y blanco que en el loco afán  por resguardarse en sus casitas de madera que papá les colocaba en la cúpula de los árboles, cruzaban los aires en medio del émbolo sonoro de su gutural monotonía. Aquella gotera en mi cuarto con su entrañable olor a humedad, que en ósmosis mutua de ruido y frialdad, al caer en el recipiente de turno, no nos dejaba dormir.

Es que nada se puede detener sin sentir felicidad: mis hermanos cabalgando sobre escobas haciendo de jinetes enmascarados, y yo persiguiéndolos por las encharcadas calles del pueblo con un revólver imaginario entre mis manos hasta darles captura al final del arco iris.

Confieso que cuando tenía diez años, casi todos los viernes bajo la luz de una luna amaestrada, jugaba con la vecinita de enfrente, que tanto me gustaba, a “los besos robados.” Abro paréntesis para decir, que esa vecinita de enfrente, es hoy la compañera inseparable de mis días con muchos episodios que contar cuando el amor se declara culpable.

Confieso que con la devoción del flagelante de un viernes santo y con el luto de marfil herido por la pérdida de algún amigo, que sin decir su nombre quedaba clavado para siempre en el alma de todos los lugareños, no faltaba ni faltaré a los funerales en mi terruño, porque se viven, se sienten al unísono aunque en el centro de los mismos, esté el errante de lo mundano,  ese que por burlarse o por escapar aún más del terco intento, inventa cosas, se ríe o mira con piedad su propio simulacro.

Y como el tiempo huye y te da señas para que registres la huella de su paso, no quiero cerrar esta evocación  no sin antes decir, que sigo buscando con ojos persistentes  la cara de la vida en todos los rincones de mi pueblo, aun cuando me cobije en la inmaculada lágrima que se forma en los bordes de la risa y de la locura.