lunes, 10 de junio de 2013



SEÑAS DEL PERSEGUIDOR




Confieso que nací
en un pueblo ribereño
donde hubiera querido nacer
cada vez que naciera.

Donde fui concebido además,
por una hermosa pareja
que se pasaba muchas veces la vida hablando
del amor y sus metáforas bajo la tela de la noche
y sus luciérnagas diminutas.

Una pareja de ojos toledanos que transitaba
asida de las manos por los mismos caminos
aunque le pareciera cerca
lo que estaba tan lejos.

Confieso que mi piel se eriza hoy
en llamarada, ajena a la raíz que la redime,
al acercarme a la ventana de la evocación :
Los primeros aguaceros de octubre internados
en el arenoso patio de la vieja casa de paja,
entorno esencial de nuestros sueños,
que espantaban a las palomas de plumaje
gris y blanco que en el loco afán
por resguardarse en sus casitas de madera
que papá les colocaba en la cúpula de los árboles,
cruzaban los aires en medio del émbolo sonoro de su gutural monotonía.

Aquella gotera en mi cuarto
con su entrañable olor a humedad,
que en ósmosis mutua de ruido y frialdad,
al caer en el recipiente de turno,
no nos dejaba dormir.

Es que nada se puede detener
sin sentir felicidad: mis hermanos cabalgando
sobre escobas haciendo de jinetes enmascarados,
y yo persiguiéndolos por las encharcadas calles del pueblo
con un revólver imaginario entre mis manos
hasta darles captura al final del arco iris.

Confieso que cuando tenía diez años,
casi todos los viernes
bajo la luz de una luna amaestrada,
jugaba con la vecinita de enfrente,
que tanto me gustaba, a “los besos robados.”
Abro paréntesis para decir,
que esa vecinita de enfrente,
es hoy la compañera inseparable de mis días
con muchos episodios que contar
cuando el amor se declara culpable.

Confieso que con la devoción del flagelante
de un viernes santo
y con el luto de marfil herido
por la pérdida de algún amigo,
que sin decir su nombre quedaba clavado
para siempre en el alma de todos los lugareños,
no faltaba ni faltaré a los funerales en mi terruño,
porque se viven, se sienten al unísono
aunque en el centro de los mismos,
esté el errante de lo mundano,
ese que por burlarse o por escapar aún más
del terco intento, inventa cosas,
se ríe o mira con piedad su propio simulacro.

Y como el tiempo huye
y te da señas para que registres la huella de su paso,
no quiero cerrar este poema
no sin antes decir,
que sigo buscando con ojos persistentes
la cara de la vida en todos los rincones
de mi pueblo ribereño,
aun cuando me cobije en la inmaculada lágrima
que se forma en los bordes de la risa y de la locura.

TITO MEJÍA SARMIENTO

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