martes, 20 de abril de 2010

SEÑAS DEL PERSEGUIDOR

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  1. SEÑAS DEL PERSEGUIDOR


    Confieso que nací
    en un pueblo ribereño
    donde hubiera querido nacer
    cada vez que naciera.
    Donde fui concebido además,
    por una hermosa pareja
    que se pasaba muchas veces la vida hablando
    del amor y sus metáforas bajo la tela de la noche
    y sus luciérnagas diminutas.
    Una pareja de ojos toledanos que transitaba
    asida de las manos por los mismos caminos
    aunque le pareciera cerca
    lo que estaba tan lejos.
    Confieso que mi piel se eriza hoy
    en llamarada, ajena a la raíz que la redime,
    al acercarme a la ventana de la evocación :
    Los primeros aguaceros de octubre internados
    en el arenoso patio de la vieja casa de paja,
    entorno esencial de nuestros sueños,
    que espantaban a las palomas de plumaje
    gris y blanco que en el loco afán
    por resguardarse en sus casitas de madera
    que papá les colocaba en la cúpula de los árboles,
    cruzaban los aires
    en medio del émbolo sonoro de su gutural monotonía.
    Aquella gotera en mi cuarto
    con su entrañable olor a humedad,
    que en ósmosis mutua de ruido y frialdad,
    al caer en el recipiente de turno,
    no nos dejaba dormir.
    Es que nada se puede detener
    sin sentir felicidad : mis hermanos cabalgando
    sobre escobas haciendo de jinetes enmascarados,
    y yo persiguiéndolos por las encharcadas calles del pueblo
    con un revólver imaginario entre mis manos
    hasta darles captura al final del arco iris.
    Confieso que cuando tenía diez años,
    casi todos los viernes
    bajo la luz de una luna amaestrada,
    jugaba con la vecinita de enfrente,
    que tanto me gustaba, a “ los besos robados.”
    Abro paréntesis para decir,
    que esa vecinita de enfrente,
    es hoy la compañera inseparable de mis días
    con muchos episodios que contar
    cuando el amor se declara culpable.


    Confieso que con la devoción del flagelante
    de un viernes santo
    y con el luto de marfil herido
    por la pérdida de algún amigo,
    que sin decir su nombre quedaba clavado
    para siempre en el alma de todos los lugareños,
    no faltaba ni faltaré a los funerales en mi terruño,
    porque se viven, se sienten al unísono
    aunque en el centro de los mismos,
    esté el errante de lo mundano,
    ese que por burlarse o por escapar aún más
    del terco intento, inventa cosas,
    se ríe o mira con piedad su propio simulacro.
    Y como el tiempo huye
    y te da señas para que registres la huella de su paso,
    no quiero cerrar este poema
    no sin antes decir,
    que sigo buscando con ojos persistentes
    la cara de la vida en todos los rincones
    de mi pueblo ribereño,
    aun cuando me cobije en la inmaculada lágrima
    que se forma en los bordes de la risa y de la locura.

    TITO MEJÍA SARMIENTO

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