Señas del perseguidor
Tito Mejía Sarmiento
Confieso
que nací en un pueblo ribereño (Santo Tomás), donde hubiera querido nacer cada
vez que naciera. Donde fui concebido además, por una hermosa pareja que se
pasaba muchas veces la vida hablando del amor y sus metáforas bajo la tela de
la noche y sus luciérnagas diminutas. Una pareja de ojos toledanos que
transitaba asida de las manos por los mismos caminos aunque le pareciera cerca lo
que estaba tan lejos.
Confieso
que mi piel se eriza hoy en llamarada, ajena a la raíz que la redime, al
acercarme a la ventana de la memoria: los primeros aguaceros de octubre
internados en el arenoso patio de la vieja casa de paja, entorno esencial de
nuestros sueños, que espantaban a las palomas de plumaje gris y blanco que en
el loco afán por resguardarse en sus casitas de madera que papá les
colocaba en la cúpula de los árboles, cruzaban los aires en medio del émbolo
sonoro de su gutural monotonía. Aquella gotera en mi cuarto con su entrañable
olor a humedad, que en ósmosis mutua de ruido y frialdad, al caer en el
recipiente de turno, no nos dejaba dormir.
Es
que nada se puede detener sin sentir felicidad: mis hermanos cabalgando sobre
escobas haciendo de jinetes enmascarados, y yo persiguiéndolos por las encharcadas
calles del pueblo con un revólver imaginario entre mis manos hasta darles
captura al final del arco iris.
Confieso
que cuando tenía diez años, casi todos los viernes bajo la luz de una luna
amaestrada, jugaba con la vecinita de enfrente, que tanto me gustaba, a “los
besos robados.” Abro paréntesis para decir, que esa vecinita de enfrente, es
hoy la compañera inseparable de mis días con muchos episodios que contar cuando
el amor se declara culpable.
Confieso
que con la devoción del flagelante de un viernes santo y con el luto de marfil
herido por la pérdida de algún amigo, que sin decir su nombre quedaba clavado para
siempre en el alma de todos los lugareños, no faltaba ni faltaré a los
funerales en mi terruño, porque se viven, se sienten al unísono aunque en el
centro de los mismos, esté el errante de lo mundano, ese que por burlarse
o por escapar aún más del terco intento, inventa cosas, se ríe o mira con
piedad su propio simulacro.
Y
como el tiempo huye y te da señas para que registres la huella de su paso, no
quiero cerrar esta evocación no sin antes
decir, que sigo buscando con ojos persistentes
la cara de la vida en todos los rincones de mi pueblo, aun cuando me cobije
en la inmaculada lágrima que se forma en los bordes de la risa y de la locura.
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