La eternidad de mis
muertos de abril
La
eternidad de mis muertos de abril
Por
Tito Mejía Sarmiento
“Estoy
convencido de que los seres queridos a pesar de estar muertos nunca abandonan a
los suyos; una vez finados pasan a un
estado de luna; van a donde quiera que uno va. Nuestros difuntos solo mueren
cuando lo separamos de la mente. A ellos, los hospedamos en nuestros sentidos.
Allí los eternizamos” (Ese otro silencio, novela de Luis Payares Mercado)
Al
morir mi padre César Eurípides (11/4/2011), mi madre Eloina (18/4/2017) y mi
hermano Nelson (29/4/2004), como extraña coincidencia en abril, en el acto comprendí que la eternidad
de esos seres queridos, yo mismo la domaría. A partir de esos dolorosos
instantes, construí mi propio silencio y empecé a desenredar la madeja de los
recuerdos de cada uno, mientras los años han seguido viviendo prisioneros en
cualquier reloj de pared o pulsera, inexorablemente:
De
mi viejo, me hace falta el abrazo que me daba cada vez que llegaba a Santo
Tomas, sus pasos parecen cruzar ahora los míos y la existencia de su cara se
está dibujando cada día más en la
mía, mientras las huellas de la vida
quedan impresas en los ojos del alma para siempre con sus lágrimas furtivas y
rebeldes. Además, me parece verlo sentado bajo la sombra del perfumado
tamarindo en el patio de la vieja casa, al lado de mi madre, tratando de jugar
múltiple veces a cautivar un beso hasta cuando el último rescoldo de la
destartalada hornilla se esfumara con el alba. Lo veo pensativo, reseñando
en su libreta de apuntes con un agrado preeminente sobre el zarandeo del
tiempo, el primer aguacero de cada año. Vivo está el recuerdo, cuando se
paraba frente al espejo para peinarse y verse así mismo su abultada y plateada
cabellera. Prohibido olvidarme de los momentos cuando mi viejo amado
trataba de dormir a uno de sus nietos en sus piernas, silbando la famosa
canción “El chupaflor” de Alejandro Durán, que tanto le gustaba, al filo de una
encrespada madrugada de octubre.
Hay
noches, papá, donde sueño que soy aquel niño delgado, travieso, que tú mandabas
a regar casi todas las tardes a las cinco en punto, el jardín para ver crecer
el carnaval de mariposas alrededor de una flor abierta. Extraño tu prístina
inteligencia y tu lucidez extraordinaria hasta en los últimos segundos de tu
vida, viejo César, tanto así, que dejaste clavada en mi memoria aquella
lacónica frase cinco minutos antes de
morir: “En abril, hijo mío también crecerán las esperanzas".
Manifiesto
que en esta bandeja de palabras, uno tiene que deshacerse de sí mismo por entre
la piel que lo eriza con los recuerdos ahora de mi vieja Eloina: me he sentido
muy solo ante su huida, en íntimo cumplimiento porque ya no se extienden los brazos que me acunaban,
mientras las narraciones de hadas robustecían mi ilusión. Me hace mucha falta
su ramillete de alegría que solía salir de sus negros ojos a cada instante; y
para decirles la verdad, me he tenido que beber yo solo todos estos años, la
taza de café hirviente que casi siempre compartía conmigo en las noches de frío
invierno y, lo más duro de todo esto, es que ya no siento el rítmico latir
de su noble corazón en mis oídos.
Si mi
vieja linda supiera, lo duro que es vivir sin ella, estoy seguro que resucitaría
en estos precisos instantes. Yo que siempre la veía al frente del televisor
intercambiando diálogos imaginarios como si fuese una actriz más de una de las
tantas telenovelas nocturnas que no se perdía, en medio de un juego de
perfidias y asombros, como una disputa de ocurrencias o desplantes, mientras mi
hermana Vilma se moría de la risa viéndola actuar sola.
El tiempo transita ahora entre nosotros sin notar ya sus constantes risotadas, esas mismas que penetraban en toda la casa cuando todos sus hijos, (as), nietos(as) la visitábamos o cuando la sorprendíamos comiendo cuanto mango caía en sus manos, mientras charlaba con una de sus vecinas en la terraza.
El tiempo transita ahora entre nosotros sin notar ya sus constantes risotadas, esas mismas que penetraban en toda la casa cuando todos sus hijos, (as), nietos(as) la visitábamos o cuando la sorprendíamos comiendo cuanto mango caía en sus manos, mientras charlaba con una de sus vecinas en la terraza.
La
vida, desde aquel aciago 29 de abril de
2004, continúa despiadada para toda la familia, sin que el sol de verano la disuelva.
Ahora, mi hermano, el médico Nelson no está, fue asesinado frente a las
instalaciones del D.A.S., en Barranquilla, pero en este mes de abril del 2019, lo
visto con su mejor camisa deportiva amarilla, esa misma que en tantas campañas
políticas lució, seguido por múltiples amigos(as), producto de su inigualable
carisma. Es que mi hermano Nelson como bien lo define el escritor Ramón Molinares
Sarmiento: “Él era un médico que nació con un corazón de puertas abiertas por
donde entraba todo el que quería, a cualquier hora del día, noche o madrugada
sin pedir permiso y sin pagar cinco centavos. Todavía es la hora que a Nelson
lo ven también entrando de puntillas en sus sueños las muchachas que lo amaban
porque era un hombre bueno, un médico de ojo clínico certero, un varón generoso
y buen mozo”.
Ahora
el espectro de Nelson sólo reconoce al único universo que habita: Yaure, África.
(Leer el libro “A veces llegan cartas”). Las balas asesinas del Estado no lo
dejaron como lo manifestara para la
prensa, el sociólogo y narrador Pedro Conrado Cúdriz: “Nelson quería vivir
100 años, en su amada tierra tomasina, (él me lo dijo en cierta ocasión),
tiempo existencial nada despreciable en un país como Colombia en guerra eterna.
Él me reiteraba que quería morir, un viernes certero de fiesta, morir de viejo
como sus abuelos. Pero no lo dejaron, no lo dejaron alcanzar la placidez y la
sabiduría de la vejez”.
Gracias Tito por el epígrafe de mi novela utilizado en este maravilloso texto. Pero también por lo útil de Ese otro silencio en avivar la lucha que, desde nuestra conciencia, busca eternizar la existencia de los que se fueron, pero que en nosotros están. El reclamo que siempre hacen los seres queridos es: lo único que quiero es que no me olviden. A este requerimiento es el reto.Tito, un abrazo.
ResponderEliminarLuis Payares Mercado.
Abrazos del alma, narrador.
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